Combatiendo al ‘Bullying’: educar en las diferencias personales
“Según los expertos se considera que existe acoso escolar cuando un niño recibe un continuo y deliberado maltrato verbal, físico y/o psicológico por parte de uno o varios compañeros que se comportan con él cruelmente con el objeto de someterlo, apocarlo, asustarlo y/o amenazarlo atentando contra su dignidad”. (Protocolo de Actuación para los Centros Educativos en Casos de Acoso entre Compañeros, Consejería de Educación del Gobierno de Cantabria).
Por lo tanto, para que la administración educativa considere que un comportamiento es de acoso entre compañeros, el estudiante acosado, su entorno familiar y escolar deben demostrar con pruebas que la víctima vive tres situaciones de conflicto al mismo tiempo: que quien lo agrede se compruebe que lo hace intencionadamente para causarle daño, que los agresores sean reincidentes en sus conductas violentas o, lo que es lo mismo, que la víctima lo lleve soportando durante tiempo, y que quede patente que existe “un esquema de abuso de poder desequilibrado entre víctima y agresores”; pudiéndose interpretar que el maltratador sea de mayor edad que el maltratado y/o que el número de agresores sea superior al agredido.
Aunque, en Cantabria, durante el pasado curso escolar se pusieron en marcha 36 protocolos de valoración de acoso escolar, la recién creada Unidad de Convivencia de la Consejería de Educación resolvió que diez de ellos cumplían los tres criteriosmencionados. De éstos, el 60% se registraron en Secundaria, el 30% en Primaria y el 10% en las aulas de Educación de Adultos. Además, y sin llegarse a considerar acoso, se abrieron 103 expedientes disciplinarios a alumnos por agresiones a sus compañeros o por daños materiales graves en el centro educativo.
En España, según datos del Ministerio de Educación, la violencia escolar alcanza el 4% del alumnado total no universitario (Infantil, Primaria y Secundaria). Es decir, en nuestro país, en el curso pasado hubo 324. 452 estudiantes menores de edad que vivían acoso escolar, de los cuales 7 de cada 10 lo padecían diariamente. En el año 2015 la tasa de violencia escolar subió un 75% más respecto al 2014. Y lo más alarmante, cada vez más, se empieza a detectar esta lacra educativa en edades más tempranas: ya hay casos frecuentes en niños a partir de 7 años, y se empiezan a conocer situaciones de ‘bullying’ en Educación Infantil.
Estas son las cifras oficiales, sin embargo, resulta evidente presuponer que los casos de ‘bullying’ escolar alcanzan cantidades más elevadas: no todos los estudiantes que lo sufren lo manifiestan abiertamente, así que termina por autoimplantarse la “ley del silencio”: bien por miedo a las represalias (por “chivato”) o bien por vergüenza ante familiares, amigos y compañeros para contar el trato vejatorio al que está sometido y, al tiempo, reconocer que no sabe defenderse aplicando la “lex talionis” (“si te pegan, pega y si te insultan, insulta”).
El estudiante agresor actúa como un depredador, sigiloso y calculador, que se sirve de su manada o de su fuerza física para cercar a la presa elegida por considerarla más débil. Obviamente aprovechará los ángulos muertos del centro educativo(pasillos, patios, baños, etcétera) para atacar a su víctima sabiendo, a ciencia cierta, que el profesorado no le va a ver.
Por justicia moral, el acoso escolar no debería medirse cuantitativamente, a base de cálculos numéricos, sino cualitativamente teniendo muy en cuenta las consecuencias del sufrimiento psicológico y/o físico de quien es víctima de este maltrato: en la gran mayoría de las veces, las secuelas perduran durante años, y en el peor de los casos, como ya sabemos todos, hay estudiantes que optan por el suicidio porque no soportan ni un minuto más el dolor causado a su dignidad moral e integridad física.
Además, quienes echan cuentas y miran este grave problema en cifras, parecen olvidarse de otras víctimas colaterales que sufren a la par: los padres y madres del estudiante acosado, así como el resto de los integrantes de la familia (hermanos, abuelos, tíos, etcétera).
Por otra parte, los estudiantes que son observadores directos de estos abusos escolares aprenden un mal modelo de relación entre compañeros: el aprendizaje por imitación es una conducta propia del ser humano. De tal manera que es harto probable que ante situaciones de conflicto semejantes opten por resolverlas de la misma manera agresiva.
Y, por si fuera poco, si no se interviene a tiempo para resolver esta violencia escolar, se corre el riesgo que el estudiante maltratado se convierta en un maltratador debido a la filosofía vital de “sálvese el que pueda” o que se imponga “la ley del más fuerte”. Por lo cual, en lugar de disminuir el conflicto se acrecienta a pasos agigantados.
Los centros educativos tendrían que ser seguros, al cien por cien, para la totalidad de los estudiantes y sin excepciones. El alumnado debería ir a la escuela o al instituto con ganas de aprender y sin miedos: la calidad educativa depende, en gran medida, de que vayan contentos. Por otro lado, las familias podrían dejar a sus hijos e hijas en los centros sin sentirse frustradas o culpables por no haberlo previsto o evitado.
Lejos de solucionar el problema, el acoso escolar ha encontrado otro perverso aliado: el ciberacoso o el maltrato a través del mal uso de las nuevas tecnologías (redes sociales, WhatsApp, etcétera). La Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que España está la primera de la lista en esta nueva modalidad de acoso entre menores. Los resultados de su investigación concluyen que el menor que lo padece suele presentar depresiones, autolesiones e ideas suicidas.
En el área de Psicología Educativa de CIPSA, cuando valoramos, diagnosticamos, tratamos e intervenimos como mediadores entre familias y centros educativos para buscar solución al acoso, entendemos que educar desde la infancia en la valoración y aceptación de las diferencias personales, propias y ajenas, es una de las llaves que abre solución al problema de cualquier tipo de agresión de un ser humano a otro.
En CIPSA tenemos claras las ideas: para combatir la violencia entre menores hay que intervenir bidireccionalmente, tanto a la víctima como al agresor (sin olvidarnos del asesoramiento y orientación a sus respectivas familias), porque de no hacerlo existe un riesgo aún mayor: que la primera se convierta en la segunda y arremeta contra un tercer estudiante o incluso contra sus propios progenitores entrando, lamentablemente, en una espiral sin salida.
María Jesús Franco Domínguez
Psicopedagoga de CIPSA